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Daniel Rodríguez
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PRÓLOGO

ERA, es un escrito consumado en fantasías imaginativas que permiten fácilmente salirse del contexto de un relato común, además de poseer opiniones muy personales del autor entre sus párrafos, destruye las barreras del tiempo, el ayer y el ahora. Antes de leerlo sería importante invocar la imagen del Dios griego Thanatos, el tan escenificado verdugo, vestido de negro, portador de una oz, quien es básicamente “ERA”.

E R A

Los tiempos de gloria habían pasado, así como los de sufrimiento, se habían ido las horas de sangre, aun reivindicadas con el brillo de su guadaña, atascada en el lodo. La ciénaga se iluminaba tras la bruma de la neblina, densa como si encerrara el contexto en a penas unas decenas de metros, con muros de plantas de tallo muy fino, altas como dos o tres hombres. “Era”, de aspecto quejumbroso, tosco, agresivo, malévolo. Quizá el único foco de oscuridad en el verde de su entorno, ni el barro oriundo del moho, las tierras negras ni aguas profundas lo opacaban.

Yacía inmóvil, con su cuerpo y mantos húmedos posados sobre una roca en un pequeño tumulto de tierra seca en el centro del lodo. Su brazo derecho estaba recostado sobre su rodilla derecha, el otro le servía de apoyo desde atrás, su pierna izquierda descansaba en la roca, y su pie se hundía en el líquido. Cada cierto tiempo se escuchaba un único evento, su inhalación seca, una pausa y la expulsión de la misma, entonada como los vientos en las alturas de las cierras nevadas, mil voces en coro, respirando. El pantano enmudecía, los animales constaban reacios al movimiento, la tensión se sentía en el aire. Sin previo aviso, la quietud colapsó en el apocalíptico acto impugne, descuidado y atroz de una rana, que podía medir escasos veinte centímetros de largo. Croó y saltó a la roca de la “Era”. Un par de ojos rojizos brillaron desde la sombra de su capucha, (no era más que luz natural rebotada en la sangre de su cornea), se desplomó como dormido sobre la roca, observando la nada. Extendió su mano izquierda y con su índice acarició un ojo de la rana, el mismo se cerró, la rana volvió a croar, sin temerle a su acompañante. El dedo se detuvo, con un rápido movimiento cogió a la rana en su mano y la elevó en el aire. Cambió su postura, se sentó para luego impulsarse un poco y caer en el agua del pantanal. Cerró su mano y extirpó al batracio. Empezó a caminar, a su paso toda la fauna debajo del agua salía a flote, sin vida. La flora decaía en tonos secos. Pronto, en aquel pantano solo habitaría el eco de su respiración, la inhalación seca, la pausa y la expulsión de la misma, entonada como los alaridos de los esclavos del infierno en las profundidades de las mazmorras del tiempo, mil voces en coro, respirando. Había llegado la “Era”.

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Aquel sonido alcanzó los oídos de un agricultor joven, a cientos de metros del pantano. Su vida había consistido en menos de dos décadas, pero en ese momento cayó de rodillas sobre el sembradío y sus compañeros, estupefactos, corrieron para ver que le pasaba. El aturdido exclamó palabras sin sentido, quizá oraciones interrumpidas, bramidos, saliva, fluidos, y por ultimo un inconfundible grito de “Era”. Las aves volaron sobre los árboles. Había muerto. Otro de los campesinos se encaminó ciudad adentro, alucinando temores y obedeciendo voces ocultas. Recorrió el cultivo saltando lo que se había sembrado, a veces pisándolo sin mucha importancia, en su mente solo se encontraba un objetivo, aquel que en los padres se fomenta cuando el hijo se hiere en profundidad: Ir a buscar ayuda. Saltó la cerca que delimitaba la finca y se desplomó en la tierra húmeda que sirve de camino para las carretas y caballos, golpeó primero su cabeza. Siguió corriendo, con su labio inferior roto. El camino era largo, ya que bordeaba a varias fincas que brindaban provisiones para el pueblo, vivía en un género de colina, desde donde se podía observar la ciudad a un lado, y las montañas nevadas bordeando su crío universo. Volvió a tropezar, esta vez por un pozo de barro, se desplomó, primero impactando su hombro con una piedra y luego su cabeza con la tierra. Siguió corriendo, ignorando el dolor que pensó era solo de un hematoma. Varios marchantes le gritaban al pasar cosas imperceptibles, voces estancadas, sin importancia, quizás.

Llegó a la población tras unos treinta minutos corriendo. Los caseríos se adornaban con cruces, estacas y ajos. Los monjes deambulaban por el suelo, elevados por su poderío. El cerebro cosmopolita era carroño por las palabras de los musitares divinos. Pasó entonces por el mercado, con una cantidad innumerable de personas aglomeradas. Intentaba hacerse paso, golpeó sin querer algunos individuos, otros ansiaban detenerlo, señalando algo en su hombro, ganas fallidas de detener un animal angustioso, su respiración era rápida, sus venas y pupilas estaban dilatadas por el frenesí. Se empezaban a figurar detrás de las edificaciones las altas paredes del palacio, picos pinchando las nubes bajas, el alma del medioevo, luego la muralla y las torres, zánganas, hasta llegar a la abertura cóncava del gran portón de madera. Se oscureció la luz, y se derribó en el suelo por tercera vez, sintió una gota de sangre correr su mejilla, había sido embestido por un puño metálico, efectuado por uno de los guardias al ver su fehaciente actitud de bándalo. El pueblerino se percató de su abstracción, producto del miedo, y profirió un grito – ¡Déjenme entrar! ¡Déjenme entrar!, ya viene, ¡Necesito hablar con el Rey! –. El guardia lo observó de pies a cabeza y exclamó una pequeña risa burlona.

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Los grillos y otros insectos hablaban en la oscuridad, el dulce aroma del bosque que se esconde debajo de las copas de los árboles, decenas de metros arriba, y más arriba: un barranco digno de espantos y horrores iracundos, vecino de una catarata colgada en el vano deseo de parar, atascada por siempre en la caída, el agua que tan corta vida tiene, inmortal caerá hacia las rocas. Subiendo por el borde del líquido interfecto, el oxígeno, viajero, surcaba como aire caliente hasta llegar a lo que aún era el río, para circundar por el cauce agitado, sentir las hojas de las plantas en la orilla y retroceder con la túnica de la “Era”, que se aproximaba. A medida que entraba al torrente, un gruñido provino desde el interior de su capucha, se detuvo en medio del agua, estiró sus brazos con la guadaña en sus manos y la clavó en el causal. El río gritó un sonido vibrante, y el lugar se inundó con humo blanco y vientos huracanados que le quitaron el gorro a la “Era”, desnudos quedaron sus ojos sin párpados, su nariz sin cartílago, sus labios ausentes, la

piel descocida y ahumada de un ser imposible, oculto dentro de una nube naciente. Metros abajo, el agua dejaba de fluir, hasta que lo último se precipitó como una cortina pesada sobre el bosque. Y el risco con la cascada ya solo era un peñasco, con un hongo de vapor en el tope. Ahora caía su cuerpo, etérea, “Era”, su imagen, fulminantes sus latidos apagados. Un golpe seco en el agua y luego la expansión de la misma sobre el macizo de arbóreas existencias. Su presencia agachada predijo el inicio del sonido de innumerables sierras eléctricas, invisibles espectros que segmentaban los troncos y atronaban las sombras, el desmayo de los gigantes primaverales y los gritos mudos de sus flores y frutos, los pájaros caían en la tierra, una nueva lluvia de almas sin bocas. En el instante se encaminaron sus extremidades por la vía de la difunta afluente, la luz se incrementaba, cernícalos sus brazos omnipotentes, los caídos se recalentaban a su marcha, los colores se bifurcaban en maleantes formas petulantes, y el olor a hoguera se hizo presente. Carbones predichos por las llamas palpitantes. La luz había regresado a su normalidad y el firmamento se ennegrecía de cenizas.

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Un segundo campesino corrió sobre los pasos de su compañero, quien partió horas antes, esta vez pintaba más de veinte y cinco años, su desespero se magnificaba al no haber recibido al viajero de vuelta, sin embargo su impulso nació con los sonidos que nacían del bosque, una nueva voz invisible lo llevaba a actuar. Caminó aceleradamente por los cultivos, saltó la verja, se montó en su caballo y ascendió la colina. Pudo vislumbrar a lo lejos una saliente de humo que anunciaba un incendio entre los altísimos árboles del sur, no muy lejano de las fincas y poco más de la ciudad. Descubrió pavor en el paisaje y regresaron sus ojos al camino. El viento era cortado con su rostro, se humedecían sus párpados, la garganta se le secaba y los labios también, así como la hierba, los arbustos, los pinos. Los cactus. Ante si, su mundo se amoblaba con cómodas distintas, los picos nevados se alejaban, los verdes franquearían el horizonte y las inmediaciones se secarían en un desierto, una alucinación transgredida en el tiempo, tan real como la vida misma. La arenisca ventisca le rajaba el hocico. La enfermedad por el sol en duro que adormita bajo las cuevas y en los ríos perdidos se contagiaba, ya los primeros decaídos roían su mala suerte en la calzada, aclamando en sus sueños el nombre del oro. El fuerte paso del caballo invadiría pronto la ciudad mientras que a lo lejos el escandaloso saludo del novicio ferrocarril llegaría sobre sus rieles.

Entonces fue cuando el poblado apareció y el caballo aflojó su velocidad para no incomodar demasiado a los civiles. El jinete había observado el cambio sin inquietud, el tiempo disuelto en un instante supondría pavores, sin embargo, sus preocupaciones eran otras, las mismas de los amantes en desamores: la necesidad de una solución. Su ignorancia por las horas no le afectaba los recuerdos de la muerte de su hermano, según creía. Continuó su recorrido al abordar el mercado, abarrotado de tiendas, vidrieras, mostradores y monstruosos comerciantes, en conjunto con el nuevo banco. Subió la mirada y observó como se asomaba el cuerpo del castillo, que según recordó fue reconstruido de los desgastes que con los años había sufrido, para ahora ser adquirido por el nuevo burgués. Los colonos habían pasado a la historia y en retribución: sus hijos nativos tomaron el puesto. Se hizo presente un gigantesco portón de metal, en frente se encontraba una fila de guardias armados con cañones cargados, y poco antes: el cuerpo cadavérico del que pasó mucho antes por su camino, una visión solo permitida para su mente perturbada e invisible al ojo público. Detuvo el caballo y corrió hacia ellos, quienes reaccionaron con apatía. El desespero en su rostro se había disuelto un tanto con los años, su respiración agitada cesó y dijo al fin:

– Mis disculpas, necesito hablar con el gobernante. –

– Y... ¿Cuál es su motivo, señor? –

La pregunta le erizó la piel. Ya no había motivo, probablemente se escurrió en la historia, o quizás el horror anunciado por el brillante metal de las armas que lo apuntaban lo distrajo lo suficiente como para apaciguar su vigor. Vacío. Sus ojos abiertos y escalofríos lo abrumaron, delatando un estado simbiótico a una realidad material pertinente del parasitismo, la idiosincrasia ambigua del “saber”: publicado a todos, y “la sabiduría”: reservada a los pudientes. Sin pedir disculpas, caminó a su caballo, arrastrando en sus pies el alma de su viejo compañero, quien agónico escindía su corazón en palabras parpadas en la nada. Mientras más tiempo pasa, menos significado adquiere la vida y la muerte del ayer.

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La mirada del gobernante se encontraba distraída en el aire, mientras una de sus esposas lo alimentaba con uvas frescas y otras frutas diversas. Los placeres de un magnate en la antigua Grecia revividos en la carne de un hombre de la nueva tierra, quien ignoraba entonces como el tiempo se aceleraba, tanto así como su pueblo. Escuchó una voz detrás de la puerta de su alcoba, y pudo reconocer a uno de sus militares de más alto rango. El gobernante respondió y le hizo pasar a su estancia. Duraron escasos veinte minutos conversando sobre los recientes sucesos: Los rumores de reinados cercanos, calamidades supersticiosas y las extrañas llegadas de dos campesinos del sur de la ciudad, quienes aparecían en las puertas del palacio con intenciones de comunicarse y desfallecían su impulso con pavor. Los numerosos testigos de estos eventos murmuraban que existía cierta relación entre estos y el humo que se expandía en dirección a la ciudad desde la selva en las profundidades inexploradas del sur. A manera de respuesta, el gobernante procedió a encargarle al militar que enviase una tropa digna de guerra a explorar, y otra a proteger el territorio en caso de que se tratase de una amenaza. Y así se hizo.

Las siguientes semanas fueron victimas de reclutamientos masivos, adiestramientos y desarrollo de tecnología, de nuevo se aceleraban las horas mientras que en otras tierras y tiempos, distintos soldados se batían en duelo. De estas batallas hidalgas y legendarias se extrajeron técnicas, el aprendizaje de quienes sobrevivieron a sus errores y los corrigieron. El gobernante sentía estar preparado para la amenaza, mientras que su pueblo se sumía en suspenso, aunque luego se sabría que el combate a ocurrir sería antes que nada supremo e inaudito, aminorando los otros a simples riñas.

Se alzaron ante los hombres sendas máquinas de asedio, enigmáticas figuras de metal que en sus inicios provenían de formas naturales, animales creativamente insinuados. Mientras, en campos desérticos las voces guturales de los cañones y las bombas se probaban. La ciudad se expandía, dejando las granjas vastas de escombros y erguidas estructuras automatizadas para el sembradío acelerado.

Los jóvenes se entretenían con juguetes con figuras de guerra, todo rondaba en torno a la tensión de la amenaza mítica, los cielos se oscurecían contaminados.

•••

“Era”, soslayando el avance de los pobladores, rompía con la vitalidad del bosque espeso como petróleo, solo caminaba, solo sus pies rozaban la tierra húmeda, tan nefastos eran sus pasos como las devastaciones humanas. Los árboles seguían en su descenso constante, dominós retumbando como tambores africanos, golpeándose unos con otros y con el suelo, finalmente. Tanto los felinos como los caninos, así como cualquier criatura, pasaban a la otra vida, solo retornando las más vigorosas en demoníacas apariciones de carne y hueso. Los “revividos” seguían el paso de su nigromante,

borboteando de odio y fervor, dejando el aire impregnado con el aroma putrefacto del Hades. Había caído la última barrera de árboles, desplegada como cortina en un teatro, dejando vista a la ciudad a lo lejos y el vertiginoso paisaje de concreto.

“Era”, se detuvo. El caos que había dejado seguía retumbando a su espalda, sin embargo eran solo los ecos estremecedores, que desaparecían en pocos minutos. Finalmente, el silencio volvió a ser el protagonista. El polvo levantado en el aire aun era una neblina tóxica que al dispersarse levemente, dejó ver las siluetas de soldados escondidos en la maleza. “Era”, procedió a caminar.

La imagen despavorida y aterradora de un ser de pesadillas antiguas como los dioses perdidos, caminando con suma tranquilidad en una calzada de tierra agrietada y seca, siendo mirada por los soldados en sus posiciones ocultas, apostados con armas asesinas. De inmediato se produjo el primer disparo, que alcanzó a tocar la sombría vestimenta, sin embargo, ésta hizo caso omiso. Un segundo disparo y un tercero, las balas lo atravesaban y seguían su línea sin aminorar velocidad. Dentro de sus cascos, los soldados mostraban horror, se les secaba la garganta y empezaban a temblar, la adrenalina los consumía en vigor y su aliento mecía en cálidas brazas que

provenían de su estómago. Uno de ellos, centelleó el ambiente al descargar su arma del todo, invirtiendo todas y cada una de sus balas, todas apuntadas al dorso de la “Era”, pero esta, solo detuvo su paso, alzó su mano y la apretó, acto que fue seguido por el agonizante grito del soldado, batracio que se desmallaba en constantes vómitos rojizos. El resto de los soldados recónditos musitó en las sombras un grito ahogado, y de lo que antes era un bosque y ahora una caverna construida por neblina, se alzaron en vuelo miles de pájaros negros que descendieron planeando y los atacaron. Se formaban capullos de negras aves carnívoras, mientras que la “Era” seguía su andar.

Atravesó la granja, donde la miraron algún par de campesinos, las almas de los mismos que antes habían querido llevar su palabra. Pasó por el camino de cultivos marchitos y los caballos agonizaban en el suelo, siendo transformados en espectrales pesadillas, con crines y cola de fuego. “Era”, pasó a montar uno de sus corceles, el más robusto, y viajó en él por el largo desierto hacia La Ciudad. El aire le golpeó en el rostro, y dejó ver su cráneo sepulcral, mientras que ella y su caballo dibujaban una línea de fuego sobre la arena, la bestia relinchaba, escupía magma y sus pisadas transformaban la arenisca en formas vidriosas. Tras de sí, sus soldados necrófagos avanzaban, manteniendo distancia prudencial. Hacia el norte se empezó a divisar una serie de formas,

mucho antes de la ciudad, eran cañones de grandes tamaños, aviones arañando el cielo, soldados armados y estatuas animadas con inteligencia artificial. “Era” ensimismando vigores bestiales, siguió cabalgando por la planicie, aun cuando las explosiones predijeron el inicio de los ataques por parte de los humanos. El ejército negro sería impactado, carentes de armas a distancia ya tenían a los primeros fallecidos, sin embargo eran peones ausentes de vida alguna, y así como nacieron revividos, se levantaban malformados a seguir la batalla. “Era”, llegó a las líneas enemigas y derribó unos tres tanques y dos autómatas, hasta que uno de los impactos derribó a la pesadilla. El corcel se revolcó en la arena y desfalleció por unos segundos, antes de levantarse y volver a atacar. “Era” siguió por su cuenta, deslizándose en el aire cálido, degollando antagonistas.

La ciudad ya era visible a escasos kilómetros, por lo que procedió a encaminarse hasta la entrada del poblado. Las viviendas estaban tapadas con tablas de metal que sellaban las entradas, intentando proteger a las familias. Las calles figuraban atestadas de soldados en una barrera de escudos y bombas mortales, ignorando que el espectro era inalcanzable por los suplicios del hombre.

•••

El Gobernante se arremolinaba en su cómodo sillón, atemorizado por la masacre de su poblado. Fumaba incansablemente y consumía bebidas alcohólicas, así como medicamentos calmantes y otras drogas, su desesperación lo claustraba en su posición, deteniendo sus músculos y palabra. Sus guardaespaldas encaraban las salidas de su habitación, a excepción de una ventana que perfilaba en el edificio y el balcón, desde donde se podía ver el pánico que se sobrellevaba en la ciudad. Finalmente, una estela de gritos anunció la venida de la “Era” a su perímetro. Notó que sus oficiales habían fallecido en un instante, y por el borde de la puerta se esparcía la sangre. La entrada se abrió de par en par y se vio, encapuchada en sus siglos aglomerados como casimires, portando su aguzada arma malsana, “Era”, ahora con un céfiro de espectral malevolencia, respiraba lánguidamente como siempre, exhalando graznidos ocultos dentro de su hocico. Frente a frente, se encararon, humano y bestia.

Hipocondríaco en su butaca, se llenó de vigor y jugó sus últimos tahúres en levantarse y encarar a la “Era”. Mirada contra mirada, la cornea impregnada de sangre del rey, y los ojos sanguinos de su oponente. La apócrifa presencia de la “Era”, sostuvo al hombre con sus manos y lo encaminó al balcón, donde se postraron en el borde, ante millares de espectadores putrefactos a la espera. Tras tomar un breve aliento, dijo con voz sepulcral y eminente:

– Miraos, hombre, carne, ser pensante, os habéis ingerido el desespero que incauto holgaba en el pecado, la clemencia de los dioses no era menos que un acto de supremo altruismo, lleno de esperanza, fenecida ya muchos años antes del ahora. Miraos hombre, carne, ser pensante sumido en la inconsciencia, desde siglos anteriores a vuestra existencia las ansias de poder han ennegrecido los edenes y traído el infierno de vuelta. Hoy mañana y siempre, humano, mi poder es tu poder. –

Aun ahora y quizá para siempre se escuchará la voz y el eco del Gobernante, quien al menguar en los brazos de la “Era” sufrió una abominable fusión con ella, encarnando un hostil extasiado de tirria, para luego dar la cara a su pueblo mortuorio y pronunciar rugidos de hostilidades sepulcrales. En el ahora, eones de las guerras perversas, luego del desfallecimiento carnal del gobernante y del renacimiento de la vida, algunos infortunados podrán observar en las tierras olvidadas del sur, donde los bosques recónditos se anidan en gargantas interminables, la imagen de la Era, posada sobre cierta roca enmohecida, fraguada bajo las nubes cansadas. Cada cierto tiempo se escucharía un único evento, su inhalación seca, una pausa y la expulsión de la misma, entonada como los rezos de los difuntos, desesperados y agobiantes, que se hilan en su vestuario, palabras condenadas a las inmisiones de las batallas que apenarían el universo hasta los días donde los dioses hayan enmohecido y de cánceres desfallezcan.

by-nc-sa Daniel Rodríguez.