sadasant

Daniel Rodríguez
{ "tags" : [ "fantasy" , "narrative" , "spanish" , "surealisms" ] , "title" : "Laboratorio" }

Veía clases por internet mientras la noche me engullía. Sentía algunas angustias, algunas dudas, de esas que la vida te pide que le sostengas. Mi abuela llegó y se puso a dormir, pero no sin contarme antes sus opiniones sobre los asuntos de la vida, además de algunos recuerdos varios. En silencio entré a Twitter, pensando en las conversaciones (1, 2, 3) con las que minutos antes me había conseguido. Pensando en noticias sobre avances científicos y otras sobre corporaciones tecnológicas. Pensando en concentrarme en la bendita tarea de criptografía que debía hacer si quería progresar (el regaño es conmigo). Decidí seguir con algunos videos de la materia y llegó el punto en el que, entre mis audífonos y la oscuridad, me noté desvanecer y dejar mi cabeza hacer papel de manzana de la gravedad. Era hora de dormir. Arreglé el mueble y me zambullí entre las sábanas. Me hice espacio entre mis martirios para conciliar el sueño, y así, me dejé abrazar por las sombras.

Desperté a las siete de la mañana del Sábado, turbado por una intriga que en mis sueños había cobrado vida, di varias vueltas, como probando los fulgores del día, colados a través de la cobija, me estiré como pude y volví a conciliar el sueño.

Desperté en una gran habitación, pero adormecido, me incliné, caminé al baño, sintiendo la alfombra debajo de mis pies, luego cerámica y frente a mi un espejo, un yo, con barba de varios días, cabello corto, lentes, piel café con leche y un poco más de relleno en el abdomen. Me lavé el rostro y me vi rasgos más rústicos, pero no le di importancia, debía acelerar el paso para llegar al trabajo.

Luego de un baño a temperatura ambiente, dejé el blanco para cubrirme con telas más coloridas y oscuras, terminando en una chaqueta azul y verde. Caminé hacia el exterior, con los equipos ya a la mano (y las llaves, por supuesto). Sentí el frío clima invadirme y procedí a montar un vehículo de grandes ventanas y pocos asientos. Arranqué.

Ya en camino, las calles y aceras tan amplias como arboladas me indicaban que definitivamente estaba en el norte. ¿En qué parte? Mi intuición me hizo sacar el celular y colocarlo cerca del retrovisor, tocar algunos símbolos y decir en voz alta un nombre de alguna institución que terminaba en “lab”, recibiendo como respuesta, en perfecto inglés: “a cuatro millas, manténgase a la derecha y gire a la derecha, en la avenida 134”. No tuve que mirar mucho el aparato para avanzar, ni siquiera oirle, en mi cabeza solo cabían acertijos, sobre químicos, reacciones y sus relaciones con la electrónica digital, poco lograba deducir de mi propia inercia de pensamientos pero comprendí, en líneas generales, de qué se trataba, y sin embargo más importante era descubrir mi directa responsabilidad en la culminación de un proyecto a entregar en dos semanas, para un lanzamiento que ocurriría mes y medio después.

Un tanto nervioso, llegué al aparcamiento y caminé hacia las instalaciones. Me recibieron dos vigilantes, puertas de vidrio de dos metros y medio y una sala de recepción redonda, iluminada por luz natural amplificada con esculturas cristalinas. El piso era muy liso, incluso resbaladizo. Avancé hasta el final de una de las vertientes y saludé a los guardias. Se abrió una puerta e ingresé en un cuarto pequeño y oscuro. Se cerró atrás y se abrió otra adelante. Para salir debía inclinarme. Estaba en otro espacio, más opaco y amueblado; un hombre comía tallarines frente a una gran pecera, con corales danzantes y peces curiosos, caminé hasta dejarlo atrás y llegar a un borde inclinado, le hice frente a una puerta, coloqué mis manos en una superficie, me saludó una voz desde enfrente, le saludé con tono sumiso y agradable, me dejó entrar por una escalera a un cuarto semi-iluminado. Se cerró la puerta y se encendieron las luces, el lugar era gris claro, tenía luces blancas, luces verde-amarillas tenues y luces azules en donde habían dispositivos. Puse el bolso sobre una mesita aparte y saqué el computador y un llavero de memorias electrónicas, tomé asiento en una silla de cuero, alcé del llavero una de las memorias y la inserté en el lateral de mi laptop. La encendí y apareció el logotipo del laboratorio. Me pidió que ingresara el identificador personal, me toqué el cuello y saqué un collar largo de cuero, agarré el dije y lo inserté en una de las ranuras, arrancó y me volví a acomodar.

Llegó alguien más al laboratorio, era un joven catire, barbudo también, me dijo “qué hay” y repitió el proceso que hice.

– ¿Cómo va?

– Las pruebas van bien, aún me intriga lo probable del enésimo dígito luego de las rondas sinápticas.

– Sí, escuché que el otro equipo está en las mismas, dicen que se puede solucionar con algún estímulo adicional.

– ¿Hablas de hormonas o de golpes en la cabeza?

– No sabría decirte, ja ja, pero entiendo que es algo artificial, como tomar café, ¿Vale?

– Pero... es que tiene que haber otra manera.

– Sí bueno, ¿Seguimos con las pruebas?

– Adelante.

Las siguientes horas pasaron como rutinarias, me contaba un pana, «Carabina», que los peruanos en las montañas recorren un par de horas sobre riscos para ir y venir del liceo, supongo que es similar.

La cafetería quedaba a cierta distancia. La quietud de los pasillos era perfecta para escuchar melodías de piano. Las miradas concentradas, la vigilancia calmada, en todos lados. Los platos eran genéricos, aunque la variedad era suficiente para no notarlo. Reíamos mientras contábamos sobre cómo iban nuestras familias. Regresamos a la oficina, recuerdo los nervios de los siguientes días, y la autopista, recuerdo muchas pantallas de pruebas, arreglos, dibujos en papel digital, sobre fórmulas, sobre figuras varias, pero finalmente, un viernes de llovizna temprana, el último día, llegué a donde quería en el papel, se podía evitar sumar estímulos artificiales con emociones reales, quizás provocadas por el sistema que dialogará con el usuario. Fui a la oficina de mi jefe y le comenté pero dijo que ya el trabajo del otro laboratorio estaba adelantado y que además era una oportunidad para hacer alianzas con alguna de las grandes corporaciones de bebidas carbonatadas, me subió el dolor de cabeza, pero ¿Qué podía hacer?

Salimos a tomar un café al aire libre, luego del trabajo. El atardecer se acercaba y el viento siseaba. Nuestros ojos cansados expresaban más que las palabras. El viaje era en dos días y el producto saldría sin el procedimiento natural. Nos dimos unas palmadas y regresamos, cada quien a su hogar. El día antes del viaje hice las maletas, llamé a varios amigos y nos reunimos cerca de las seis en un bar de la zona. Llegaron casi todos a tiempo, lo bueno era que todos trabajábamos en áreas distintas, así que las conversaciones eran amenas y cargadas de ideas complejas, siempre teniendo en cuenta los acuerdos de confidencialidad firmados. Poco más tarde llegó un viejo amigo de la institución, con su desdén usual, medio perdido, como era de costumbre. Nos tomamos un trago y siguió la calidez por unas horas, los abrigos eran más que necesarios a esas horas, el bulevar ya estaba lleno de su fauna celestial, hombres de negocio y deportistas tatuados, vagabundos, yesqueros y celulares brillando, transgéneres y familias, andando sin importancia, buscando dónde comer. Siempre me sorprendía el silencio general, a pesar de cuanto se conversaba, era muy distinto a Venezuela.

Llegué, tarde, lancé todo a un sillón y me zumbé a la cama. La alarma ya estaba puesta. Sonó y tocó luchar contra mis párpados sumados a una medio resaca, medio fingida. Tomé mis cosas y a la entrada de mi hogar estaba una camioneta con el logo de la institución. Entré, había que buscar al equipo, aproveché a sacar la laptop para responder correos (nada como un teclado real para escribir). Dentro, la iluminación era tenue, siempre agradable. Conversamos un tanto y en las faldas del aeropuerto bajamos maletas, avanzamos por puertas y corredores, todo automático como de costumbre. Tomamos un café. Presentamos credenciales. Aquí la vigilancia era un poco más atrevida, pero no inusual. El servicio era excelente. Abordamos y decidí tomar una siesta.

Arribamos. Nos encontramos con más personas, una de las cuales parecía ser el guía. Nos dió las indicaciones, subimos a otro vehículo y nos llevó al lugar. El compendio era titánico y el gentío ni hablar. Me mantuve con el grupo, no había mucho que decir, pero sí mucho que ver. Al rato tomamos asiento y esperamos con calma a que las cosas se normalizaran. Abrí un libro digital y lo ojeé por un rato, me costaba adentrarme en la historia. Cundió el silencio, guardé.

La presentación fue muy publicitaria, los aplausos siempre me agradaban, en cierto punto sirvieron unas bebidas, revitalizantes. Me levanté al baño, aún me era poco natural verme tan distinto en el espejo. Regresé por los pasillos y escuché un tanto distante una breve rodaja de conversación: – ¡Que maravilla! Eso, una bebida energética diaria y tendrás perfecto control de tu memoria. – Así es, había otra propuesta pero no les conviene, por lo mismo, creo que quedará sepultada. – ¿Qué? ... Seguí de largo, al asiento.

El lanzamiento fue memorable, las palabras inspiradoras y en general, el trato fue bueno. Más adelante procedimos a la celebración. Mucho menos teatral, con una banda de jazz tropical en el fondo. Todo elitesco. Vi a mi jefe y me invitó a saludar a sus camaradas: su mujer, otros señores. Me felicitó y dijo que era un eslabón importante para el nuevo producto. Todos rieron de gracia. Era entretenido, pero los vientos ya se agitaban en mi mente.

Ya a media noche, el sueño avanzaba en una conversación sobre una de las mesas, a decir verdad hubo al menos tres conversaciones simultáneas y una gran variedad de dispositivos, holgados sobre el mantel o danzando sobre las palmas. Conocí a unas chicas muy lindas, lucidas en sus pintas por regalos de la herencia o por sus títulos. Ya cuando aguantaba menos, subimos un grupo por las escaleras y nos dividimos, cerré mi puerta, me di un baño rápido y con el mínimo de ropa fui a donde me esperaba un nuevo amanecer.

Llegó en unas horas. El festival duró al menos día y medio más, hasta que tomamos un vuelo de regreso. Entre tanto, las noticias sobre mis trabajos agazapaban mi vanidad y despertaban mi chovinismo, que había estado más que dormido. Ya en mi hogar, llamé al consuelo de mis penas, esa mujer que me ha levantado tantas veces (inserte aquí sus suspiros), y le comenté sobre mi reciente paranoia. Decía que me calmara y que aceptara que las cosas sucederían, además, algo bueno quedaría de todo eso, algún aprendizaje, pero ¿Y mis notas? Eran propiedad de la empresa, a futuro haría falta una alternativa al desastre anunciado.

Las políticas de la organización eran mortales con los residuos intelectuales, había que mantener los asuntos: internos. Algo debía irse conmigo, por las razones que fueran, debía sacarlo. En las instalaciones, miraba entre parpadeos los lugares que menos había visitado, sabía que algunos pasillos llevaban a salidas dentro de la ciudad, había suficiente información confidencial accesible a los empleados como para saber que la organización se infiltraba debajo de las calles y rieles. Un día decidí ir en bicicleta a una de las entradas del sur, pasaban cerca del metro. Ya dentro, vi más entradas que se vertían en ese punto y decidí observar, había una particularmente oscura, pero a donde fuera había mucha vigilancia.

En el escritorio, jugando a completar mi experimento con simulaciones y anotaciones, me llevé las manos a la cabeza y dejé escapar una mirada de cansancio y agonía. Necesitaba llevarme esto. Esa noche conversé por un sistema cifrado con mi compañero del laboratorio sobre el infortunio y, con un impulso de rebeldía, hicimos un plan para sacar los datos. Cerca de la hora del mediodía, apague el dispositivo y lo inicié desde otro de mis sistemas operativos cargados en ram, tomé una de mis llaves y la extendí hasta un puerto, cifré mi versión del proyecto y la extraje. Salí de la oficina y escuché un breve «BEEP» inesperado, se me aceleró el corazón, ya era evidente. Me agaché por la puerta pequeña, entré a la habitación oscura y salí por la puerta, me saludaron los guardias, hicieron como que me iban a preguntar pero yo les pregunté antes que si sabían a que hora abriría una tienda cercana a donde me llegaría un paquete urgente, troté por el vestíbulo y me deslicé en el suelo resbaladizo, la luz natural me cubría, giré y vi primero el largo camino de plantas que dirigía a los laboratorios ecológicos, me confundí, me volví hacia la entrada, fui trotando hasta un vehículo que llegaba manejado por mi compañero, entré a penas pude y coloqué la dirección del aeropuerto en el celular. Avanzamos, yo respirando para bajar la tensión.

En el semáforo nos detuvimos. Casi como si estuviese en Venezuela, frente a la cola se pararon dos bromistas a hacer trucos, con un megáfono decían – ¡Hoy les tenemos un espectáculo de agua! ¡Tierra, aire y fuego! ¡Abróchense los cinturones! – comenzaron a bombardear los carros con agua y a lanzar llamaradas al aire, el vidrio delantero se empapó y sentí el calor dentro del carro, dejé de ver hacia adelante mientras corría el agua, el sonido que sentía era cada vez más grave. Tomé mi celular y no había señal, vi la fecha y decía “Miércoles, 24 de Septiembre” – Está malo. – Dije. Mi amigo estaba intrigado también – ¿Qué hacemos, tío? – Vi por la ventana que se había inundado el lugar, afuera el agua casi llegaba a mis codos, los carros empezaron a flotar, me pregunté cómo demonios habían conseguido el permiso para hacer ese desastre. Veo a mi amigo y me dice – Estos son los que nos están buscando, hacen esto para inmovilizarnos, ¡Vienen por nosotros! – Me alteré, me desvanecí...

Volví a ver la luz del día, debajo de mi cobija. Estaba en mi habitación en Venezuela, pero sentía que despertaba en una camilla, en una clínica extraña. Parpadee, me levanté, fui a lavarme la cara y a cepillarme, era yo en el espejo. Cerré los ojos y empecé a oler una tortilla, escuché cubiertos y a mi familia conversando.

¡Feliz fin de semana! :)

by-nc-sa Daniel Rodríguez.