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Daniel Rodríguez
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No suelo ser una persona muy colorida, aprendí a apreciar los colores oscuros. Los opacos, esconden cierta calma, como la sombra, por ejemplo, de un árbol. Los más oscuros nublan las conclusiones posibles, como un sonido leve, cual bajo, que en primera instancia nos cuesta distinguir en su entorno. Son colores que se expresan en susurro, y para captarlos hay que acercarse. De día resaltan, mucho menos que un foco de luz en la noche, pero casi indistinguibles entre sí. A oscuras se camuflan, y al mismo tiempo destacan, demostrando sus rubores, más activos que el vacío de fondo. Quizás por ese mismo susurro y gravedad, imponen respeto; no se acercan y mantienen distancia. El negro mantiene absoluta distancia.

Sin embargo, por fortuna nuestra mirada llega más lejos que nuestros pasos, así que bien podemos quedarnos sobre ciertos matices y aún así apreciar paisajes completamente distintos, pudiendo cambiar esa percepción según nuestro alcance.

Por lo mismo, también me gustan los colores vivos.

Los mensajes llenos de furor son inevitablemente atractivos. Buscan decirlo todo, con un carácter sobre el cual es difícil argumentar. Se acercan sin pedirlo y se plantean a sus anchas. En su confianza, superan nuestras dudas, con un abrazo de difícil escapatoria. Son eróticos como el azúcar, tanto así que carecen de intimidad. Los más claros son menos drásticos, pues les falta criterio, siempre llevan el mensaje absorto del blanco (el ídolo por defecto).

Ahora, de hablar de colores particulares, podríamos pasar un buen rato describiendo sus andanzas. Aquellos lugares de donde les caracterizamos. Hay un matiz de marrón nocturno que en mi memoria es típico de carpetas, escritorios y estacionamientos semi-iluminados; suelo recordarle acompañado de un azul mar sumamente discreto y austero, como chaqueta de vestir. Ese marrón tiñe mi memoria eventualmente y sin consideración alguna, simplemente aparece.

Un matiz de durazno, como le dicen (que para mi es un rosado y listo), me hace pensar en la pintura de interiores, en los edificios de Maracay; en sus pasillos estrechos. Va acompañado de un sentimiento médico, como si estuvieses por llegar a un consultorio y vieses en frente unos cuantos metros de cerámica, con paredes haciendo juego, con puertas cubiertas de rejas negras y en el fondo, una ventana, asomando un edificio blanco con amarillo, dentro de un cielo celeste, a pleno día.

El amarillo mostaza es pintura de exteriores, a veces agrietada; es también arena y playa; se lleva bien con olas y con lanchas amarradas.

El verde claro es sala de estar, como también ventana de edificio con rejas blancas, como té, como jardín y como vejez.

Además están los vibrantes amarillos tensos y los rojos explosivos. Se les ve poco porque hierven la mirada. Se desvanecen rápido en negro, dejando auroras a su paso.

Y así, muchos más.

A veces incluso sueño con colores, con cortos mudos monocromados, impregnados de emociones, muchas veces leves. Son perfumes visuales.

En cuanto a mi, no soy un tipo de perfumes, me acomodo en las sombras calladas, compartiendo con olores sutiles, naturales y tenues, sin tantos adornos.

My drum, my drum, my drum
gonna make ya
My drum, my drum, my drum
gonna make ya come.
Me, My Yoke and I, by Damien Rice.

by-nc-sa Daniel Rodríguez.